Manuel Gallego: Un muelle, que une tierra y mar, es la arquitectura más rotunda

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6 octubre, 2017 · 13 mins de lectura

Una visión integradora en la que cabe desde lo global hasta lo cotidiano. A punto de cumplir 80 años y con 50 en la profesión, odia el localismo y los estilos cerrados. Huye de artificios en busca de la sencillez. Para él, el mejor símbolo de Galicia es un árbol. Allí, en su tierra, rinden homenaje a su dilatada trayectoria.

Manuel Gallego representa un modelo de arquitectura ética avalada por medio siglo de proyectos. Su obra llena el espacio, pero no lo invade. Por eso apenas se ve. Testigo de excepción de la burbuja del ladrillo, se muestra crítico con obras faraónicas como la Ciudad de la Cultura en Santiago de Compostela. Un ejemplo, dice, de opacidad, desorden en los materiales, falta de sentido común y vacío de contenido. Conoció bien a Manuel Fraga, para quien construyó la nueva residencia del presidente de la Xunta de Galicia. Ahora, con 79 años, la Fundación Barrié de la Maza de A Coruña le rinde homenaje.

La suya es una arquitectura de mundo y de pueblo a la vez.

Sí. Me ha preocupado siempre que la cultura no sea algo alejado de la vida. Me he preguntado también si una cultura debe suplantar a otra anterior o la puede abarcar. Y creo que la verdadera cultura abarca. Desde una cultura puedes entender otra. No acepto que una borre a la anterior. Eso no es cultura. De modo que, cuando tras estudiar y aprender a “ser moderno” me encontré con lo que yo era y había visto –la cultura casi antropológica de la arquitectura gallega que era etnografía pura–, empecé a darle vueltas. Me preguntaba si ambos mundos serían compatibles.

¿Cómo se tiende un puente en lugar de decantarse por lo rural o lo cosmopolita?

No hay nada que me horrorice más que el localismo que lleva a ver solo lo que tienes delante. Lo que me gusta es lo cotidiano, lo inmediato, la atención al vecino. Las culturas como la escandinava, que dan importancia a la vida cotidiana, demuestran inteligencia. Mucho más que concedérsela a lo excepcional. Pero incluso eso, lo popular, se transforma constantemente. Esa es una de mis obsesiones: sé que todo se hace todos los días.

¿Tiene más obsesiones?

Como arquitecto, los estilos. Reniego de ellos. Me aterran porque coartan la libertad. La lucha en cualquier arte es por tratar de ser completamente libre.

Si se trata de actuar sin prejuicios, ¿qué papel le queda a la experiencia?

El de la emotividad. Yo lo hago todo por instinto. Siempre lo he hecho. Como casi todo el mundo, ¿no? Cuando dudas, recurres al instinto. Me pasa también con la gente.

¿Y le funciona?

Regular. En la vida hay luces y sombras.

Lo que me gusta es lo cotidiano, lo inmediato, la atención al vecino

En 1999 Manuel Fraga le encargó la vivienda del presidente de la Xunta en Santiago de Compostela. ¿Le sorprendió?

Pues sí. En aquel momento había firmado una reivindicación de la lengua y otra serie de reclamaciones en contra de Fraga. Por eso me sorprendió que me la encargara.

¿Cree que Fraga lo hizo para compensar la extravagancia que Peter Eisenman desplegó ese año para la Ciudad de la Cultura que hoy es un símbolo de la burbuja cultural?

Muchas obras irreales son fruto de la obcecación de los arquitectos. Y no se corresponden con la realidad. Por eso creo que Eisenman está equivocado. La arquitectura no necesita de otros argumentos que su propia realidad. Toda mi vida he tratado de entender la razón de las cosas: por qué son así. Y sé que la arquitectura no necesita ni metáfora, ni narrativa –que dicen ahora– ni hablar con símbolos y signos. Me interesa la filosofía, pero no la utilizaría nunca como argumento para justificar un edificio.

¿Cómo es la casa del presidente de la Xunta?

Es una estructura deformable con el uso por sentido común. Cuando me la encargaron me daba miedo de que quedara fuera de mi cultura arquitectónica. No quería representar al poder, sino al ciudadano al que sirve el poder. Quería que quien fuera allí estuviera cómodo. Y recurrí a la cultura popular: que pasara inadvertida, que supiera convivir. La posmodernidad hablaba del rescate de la historia a partir de su imagen, es decir, de su superficie. Yo aprendí que el tiempo puede ser profundo. Siempre me interesó más lo que continúa que lo que se rompe.

¿Fraga vivió allí?

Sí. Y fue la persona más sensata que me tropecé en ese proyecto, cuesta trabajo decirlo, ¿verdad? Pero los que le rodeaban eran muy insensatos. Y yo disfrutaba cuando él les echaba la bronca, porque tenía un carácter endiablado. Hasta a su hija la reñía a gritos. A los dos años de acabar la casa me llamó: “Oiga usted, venga aquí”. Pensé: “Ahora me caerá una”. Pero dijo que estaba muy agradecido por la casa que le hice. “¿Habrá leído –seguro– el Elogio de la figura cúbica, de Juan de Herrera?”, me espetó. Dije que ni lo había leído ni había oído nunca hablar de él. Me echó una reprimenda… Al salir pensé que debía conseguirlo y leerlo.

¿Lo hizo?

Sí. No hay dios que lo entienda. Pero hice bien en leerlo porque me lo volvió a preguntar. Me llamó la atención que hubiera leído a Juan de Herrera. Pero tras leerlo y comentarlo, tengo mis dudas. Creo que lo había leído de segundas. Con todo, era una persona culta. Escuchaba. No era santo de mi devoción, pero le reconozco la preparación.

¿Cómo puede un político dejar un legado tan antagónico como una residencia sensata y una Ciudad de la Cultura prepotente?

La ciudad da pena verla hoy. La ves y parece un supermercado. Te planteas cómo pueden ordenarse tan mal estos materiales. Cómo se puede faltar tanto al sentido común con lo hermosas que son las obras que irradian claridad. La Ciudad de la Cultura es opaca. Creo que Eisenman como profesional tiene una actitud muy respetable. A mí no me gusta. Es un camino que exige echar mucha carne en el asador. Pero admiro ese esfuerzo.

Muchas obras irreales son fruto de la obcecación de los arquitectos y no se corresponden con la realidad

¿No es un doble fracaso esforzarse mucho para fracasar?

Eisenman rompe con los moldes de lo que es la arquitectura. Para él no tiene nada que ver con el uso. El individuo no tiene relación con la energía del proyecto. Para él es un ensayo un tanto esnob.

¿Por qué?

Le interesa más la interpretación que el mensaje. Nos pone una vieira representando lo genético del Camino de Santiago y jugando a la provocación, pero es una provocación infantil, ¿no? Es un ejercicio retórico.

¿Qué le parece interesante entonces?

Me interesa él, no el proyecto. Tener una muestra pequeña de un arquitecto divergente eleva la ambición; pero esto, lo que tenemos, es una estupidez: ni es ciudad ni es cultura.

Usted fue invitado al concurso. Si hubiera ganado, tal vez también habría quedado atrapado en este proyecto sin fin.

Quiero pensar que lo hubiera controlado. Yo hablo del contexto siempre porque yo mismo pertenezco al contexto, al lugar, más que a la obra excepcional. No creo que me hubiese metido en jardines. Sé que la moda es tan atractiva y subyugadora que uno termina atrapado por ella. Pero es muy peligrosa. Mezcla lo económico, llega al terreno social afectando a actitudes y comportamientos y por eso crea confusión. Y en la confusión gana. Puede que yo también hubiera quedado atrapado, pero en ese proyecto aprendí algo. Me planteé que si todo me parecía mal, si rechazo a Eisenman, a Nouvel –que también se presentó– y a los demás arquitectos que eran admirados, ¿qué me quedaba? La construcción. La grandeza de la arquitectura está en construirla. No en las ideas sino en el resultado. La arquitectura consiste en las sensaciones que produce.

Nació en Ourense. ¿Se crio en esa ciudad?

Pues un poco en todos lados. Mi padre era oriundo de Lugo, de un pueblo de montaña.

¿A qué se dedicaba?

Era abogado. Pero había sido emigrante. Se fue a Cuba con 14 años. Regresó a los 19 diciendo que quería estudiar.
Y luego pensamos que la vida actual es dura. ¿Verdad? Ahora he arreglado la casita que mi padre tenía en Incio (Lugo). Y me paso allí muchas horas.

¿Cómo era su madre?

Muy distinta. Oriunda de Madrid. Gente de una clase social más alta. A mi abuelo, que era catedrático de dibujo, le recetaron un clima sano para la tuberculosis. Y por eso llegaron a Ourense.

¿La arquitectura entonces le llegó por su abuelo?

No. Yo no lo conocí, murió muy joven. Sí conocí mucho a mi abuela Manola, su esposa. Era maestra y de gran talento. Se quedó ciega y yo era el nieto que le leía. Así me aficioné a la lectura.

Esa forma de ver, el deseo de permanencia y el proyectar solo lo que uno es capaz de construir son puntos en común con su amigo el arquitecto inglés David Chipperfield. ¿Es cierto que él se hizo una casa en Galicia por usted?

Bueno…, fue una liada. Lo conocí en Milán. Me contó que pasaba el verano en un lugar maravilloso en la costa del sur de Italia. Le tomé el pelo y le dije que lo maravilloso era el Atlántico, que era como el inglés pero con sol y como si fuera África. En otoño me llamó porque quería venir. Le dije que estaba de broma, que había niebla, que hacía frío. Pero vino. Y empezó a freír pimientos y a hacer tortillas.

Y se hizo la casa.

Y consiguió hacérsela perfecta. Cuando uno critica la manera de construir de un lugar debería preguntarse por qué a Chipperfield le sale bien en todas partes: en México (Museo Jumex), en Galicia…

Chipperfield decía que Galicia sería la Costa del Sol si hubiera alguien interesado en comprarla y construir masivamente. ¿Cree que lo local desaparecerá?

Sí, pero también sé que volverá a nacer. Lo que es demasiado importante para perderse termina por volver.

Hablo del contexto siempre porque yo mismo pertenezco al contexto, al lugar, más que a la obra excepcional

Parece tener respuestas para todo. ¿Nada le inquieta?

Lo que más me intriga es la experiencia que tendremos de lo virtual. Nuestros sentimientos más profundos son recuerdos de experiencias. Y lo virtual se experimenta.

¿Cómo ve el futuro de su profesión?

Inquietante. Hoy el arquitecto sobra, cuando todo gira alrededor del consumo.

O hace más falta que nunca.

Demasiados arquitectos han renunciado a mucho, pero van a tener que sacrificar su ego y eso creo que no lo harán. Lo esconderán bajo la modestia.

Usted siempre ha puesto la modestia por delante.

No es modestia.

Llámelo lucidez. El arquitecto estrella gallego es el máximo representante de la discreción, de la huida de las modas.

Pero yo me siento mucho más radical que los que son más lanzados. Me parecen más viejecitos los que se empeñan en decir algo que en realidad ya se ha dicho.

¿Qué riesgos ha corrido como arquitecto?

Desaparecer, olvidarse de uno.

¿Eso ha sido un aprendizaje o es carácter?

Algo aprendí de [Alejandro de la] Sota, con el que trabajé. Con él siempre había algo que no acababa de convencerme plenamente, que es esa renuncia a cosas evidentes en su obra. Renunciaba a lo más plástico, a lo más bello.

Lleva 40 años en A Coruña, una ciudad que, ha dicho, “venció a la geografía para mal”.

Sí, la geografía es hermosísima. En el avión es una maravilla. Pero bajas a tierra y se le ven añadidos que sobran por todos los lados. Es una ciudad con unos niveles de incultura grandes en sus dirigentes.

El arquitecto gallego Carlos Quintáns dice que está plagada de “narcodelineantes”. Sin embargo, la geografía resiste.

Resiste. Al ser como una isla metida en el agua está muy batida por el viento y eso le da una luz esplendorosa. A mí me gusta mucho recordar la luz de los sitios y la de A Coruña es la de la cubierta de un barco: va cambiando.

Cuando a uno le preocupa la construcción de la arquitectura, defiende lo más rotundo para conseguir lo más sutil. ¿Lo sutil se va a perder?

Se debe cuidar con decisión. A los alumnos les decía que se fijen en los muelles. Es la arquitectura más clara y rotunda que hay. Y su construcción es evidente. El muelle es un lugar donde lo marítimo y lo terrestre están enlazados por una rampa. Solo una rampa y el agua que sube y a veces borra los límites. Lo sutil está en el contraste entre lo ligero y lo pesado.

¿Qué quiere decir a los futuros arquitectos?

Las decisiones en arquitectura no pueden quedar reducidas al capricho y la irresponsabilidad. El autor con sus vicios y su estupidez de artista no puede firmar edificios. La sociedad no lo tolera. Tampoco la forma de organizar los concursos, las viciadas relaciones con la Administración, incluso la formación como arquitecto no son aceptables ni tienen vigencia. Todo va en contra del arquitecto como persona sensible que entienda lo profundamente humana que es la profesión. Hay que cambiar el sistema hacia un mundo más humano.

¿En qué arquitectura se traduce eso?

La arquitectura será más humana cuando el mundo que la rodea lo sea. Lo demás son francotiradores que no sirven para nada. Uno hace una cosa y a los dos días se la cambian.

¿De qué habla su retrospectiva?

Yo no quería hacerla. La veía una exposición prepóstuma.

No se engaña nada, ¿verdad? ¿Por qué la hizo?

Porque, como todo desaparece, terminé viéndola como una manera de guardar algo. Un modo de decir: yo quise hacer este edificio y durante unos años fue. Luego vino un tío y lo cambió todo. Y no pasó nada. Que las cosas puedan ser –aunque sea por un tiempo– es un tema que me interesa. El otro es dejar anotado un camino. Todo lo que hacemos en la vida es eso: las botellas del náufrago. He aprendido a ser feliz así. Y me importa un pepino.

¿Qué le importa un pepino?

El resultado. Si alguien abre la botella, bien. Pero si no la abre nadie, no pasa nada. La vida es así.

Bueno, ahí quedan las botellas para quien las quiera abrir.

A lo mejor alguien las destapa para ver si tienen vino, ¡ja, ja, ja!.

Me parecen más viejecitos los que se empeñan en decir algo que en realidad ya se ha dicho